El paraguas sembró el miedo y el terror. A izquierda y derecha, los visitantes del museo saltaban para esquivar los ocho palos puntiagudos que daban forma a la tela amarilla brillante del paraguas.

La luz rojiza de la alarma se reflejaba en la superficie del paraguas mientras éste se balanceaba salvajemente de un lado a otro con cada paso esforzado y doloroso de su dueño. “Violación de la seguridad, violación de la seguridad, evacuación”, se oyó por los altavoces.

Si las cámaras de vigilancia hubieran podido ver bajo el paraguas, habrían divisado a un pensionista pequeño y amargado. Antes vestía con elegancia, pero llevaba el pelo sucio y gris, recogido en una trenza improvisada con dedos artríticos.

La anciana murmuraba para sí sin cesar mientras caminaba directa hacia la salida, tan inflexible como un tranvía.

Un guardia del museo se interpuso en su camino. Le dirigió una sonrisa amable y alzó la voz para hablar. Miró su rostro arrugado, vio el obstinado tirón en las comisuras de sus labios y se lo pensó mejor. Seguro que la vieja no le oiría por encima del estruendo. Se acercó a ella y se inclinó para gritarle despacio al oído.

De su boca no salió ningún sonido. En lugar de eso, su rostro se tiñó de un color rojizo, cayó de rodillas y se desplomó hacia delante cuando la vieja pasó a su lado dando tumbos. Le había clavado la rodilla en las joyas de la corona.

El paraguas amarillo brillante salió a la calle, giró a la derecha y desapareció de la vista de las cámaras.

Una hora más tarde, Martín salió del cuarto de baño de la habitación del hotel. Sonrió a Isabela mientras se abrochaba los gemelos engastados con diamantes de su camisa recién planchada.

“¿Acabas de llegar?”

“He cogido un desvío para que nadie nos relacionara. Gran espectáculo, Martin”.

Martin se rió. “Todo gracias a tu cuidadosa preparación. Pero ahora deberíamos dar la cara en el bar del hotel. Coartada y todo eso… Unas copas. Un vuelo rápido a Caracas. Muere la abuela y nace J.D., inversor inmobiliario de Fráncfort del Meno”.

Isabela se apoyó en Martin y le sopló al oído: “¿Por qué tanta prisa? Primero quiero celebrar nuestro golpe”. Empezó a desabrocharle los gemelos. Respiró hondo y, apretando un poco más su esbelto cuerpo contra él, le susurró al oído: “Dime, Martin, ¿aún tienes aquí la peluca de la abuela…?”.

Sobre esta historia

Tenía una gran sonrisa en la cara cuando apagué el móvil. Mi hermano Martin me conoce desde hace cincuenta años, pero aún así confió en mí lo suficiente como para apuntarse a mi pequeño experimento.

Le “entrevisté” durante veinte minutos sobre sus sueños y esperanzas, sus momentos de orgullo y su visión de la felicidad.

Luego transformé el sentimiento que surgió de esta conversación en la historia de arriba. La historia es ficción, los sentimientos son verdaderos.

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Te deseo mucha alegría. Chris

(Traducción de deepl)

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